El arte de la fuga

Desde el balcón de la casa la vista es espléndida, con un amplio espacio por delante dado que todos los edificios, los contiguos y los que están enfrente, son más bajos que el mío. En las terrazas adyacentes veo la ropa tendida agitarse al viento, como las banderolas de una fiesta de pueblo. Fumo en silencio, recorriendo con la vista los balcones y las ventanas lejanas. Veo un sórdido patio interior y una lavadora con el tambor girando casi en silencio, porque estoy muy lejos para oír el ruido. También hay una solícita ama de casa haciendo la colada, que nunca he sabido por qué se llama colada; no tiene sentido, pero tantas cosas no tienen sentido. El viejo piso donde hasta hace un año vivía sola mi madre tiene tres habitaciones y está repleto de viejos muebles y de recuerdos. No tengo ni idea si la cocina de gas aún funciona, cosa que no me interesa demasiado, y después de usarlo puedo dar fe que en el cuarto de baño sigue corriendo el agua y está el mismo taburete roto y forrado de plástico, el mismo espejo con su marco barroco y sus desconchados, sosteniéndose por algún milagro divino sobre el lavabo pequeño y sólido. Del naufragio de mi matrimonio he salvado también algunos objetos curiosos como una vieja hucha en forma de carnero, un cofre de madera de imitación antigua, mi vieja guitarra que nunca aprendí a tocar en condiciones y montones de libros y papeles, empaquetados todavía en cajas de cartón y algunas otras cosas más que, en plena tempestad, fui recogiendo. No voy a contar el rollo clásico de las cosas que se acumulan en una casa después de doce años de vida, etcétera, no. Me doy cuenta de que son las diez y doce minutos de la mañana cuando zumba el móvil. Trato de recordar si es lunes o algo así.
–No, no pienso ir. –decido sobre la marcha.
–Pero… ¿estás enfermo?
–No, bien, no lo creo.
–Entonces…
–Entonces, qué.
–Bien… te volveré a llamar un poco más tarde…
–Jódete.
Acabo de tomar la decisión. No pienso ir al despacho nunca más. La nevera está vacía y más le vale porque está apagada y desenchufada, así que pido una pizza por teléfono, una de esas grasientas llena de cosas que no casan entre sí y el resultado es un sabor indescriptible. Literalmente indescriptible.
A las doce menos veinte suena el móvil otra vez. Lo dejo sonar un buen rato, pero insiste. Finalmente lo cojo.
–Charlie, ¿eres tú? –es el jefe del grupo, Bergano, siempre me llama Charlie.
–Sí, claro que soy yo.
–Esto… me han dicho que no te encuentras muy bien…
–Le han engañado.
–¿Cómo?
–Que le han engañado. Me encuentro perfectamente.
–Mira chico, sé que has pasado un mal trago… lo comprendo, así que vamos a hacer una cosa. Tómate un par de días, ¿de acuerdo? el jueves tenemos reunión y espero verte fresco como una rosa.
Siempre tiene cosas así. Frases de esas de pueblo: fresco como una rosa, largo como un día sin pan, lento como un caracol. Le he colgado el teléfono. No tengo ganas de oírlo.
Me empieza a entrar un sueño muy agradable. Quito unos cuantos paquetes del sofá y me tumbo en él con los pies colgando por encima de uno de los brazos.
Me despierta el teléfono otra vez. ¡Joder!, ¿cuánta gente tiene ya mi número?
–Soy Puig –mi abogado– Tengo listo el documento, deberíamos vernos y consensuarlo para…
–Consuen.. ¿qué?
–Quiero decir ponernos de acuerdo para firmarlo.
–Usted es mi abogado, no tenemos que ponernos de acuerdo. Le pago para que no estemos de acuerdo.
–Bien… yo… le agradezco la confianza… bien. En ese caso llamaré al abogado de su mujer y concertaré una cita.
–De acuerdo, conciérteme una cita.
Gilipollas. No iría a una cita con mi mujer ni que fuera una top model.
Me pongo un rato de mal humor, justo hasta que suena ora vez el teléfono. Voy a tener que pensar en desconectarlo. Es como si me hubiera convertido en un fenómeno.
–¡Ey!, qué pasa tío, ¿qué haces?
Es Jordi, uno de mis cuñados, de mis excuñados. Parece un milagro pues éste es precisamente uno de los que no soportaba, no soporto y no soportaré aunque viva mil años.
–¿Qué quieres?
–Pues, –se descoloca un poco– oye, lo vuestro es vuestro, tú y yo somos colegas y no por eso vamos a dejar de hablarnos.
–¿Te ha dicho ella que me llames?
–No, ¡joder!, no necesito que mi hermana me diga que te llame. Te llamo y punto ¿vale?
Es de esos individuos de ahora que dicen: tío, colega, comentar, tema, de cara a y a nivel de. Amigo de sus hijos y otras gilipolleces.
–De acuerdo, –digo– pero ¿qué quieres?
–Oye pues que nos podíamos ver. Nos tomamos un pelotazo y te comento lo que me parece este tema…
¡Joder con mi excuñado! Debería leer algunos informes para la Jefatura y se enteraría de lo que es hablar y escribir con corrección.
–No se dice te comento, se dice te cuento o te explico; y no se dice tema, se dice, asunto o problema. Verás, comentar es expresar opiniones sobre una aseveración o sobre un hecho objetivo, pero enunciar el propio hecho en sí es hablar sobre algo, no comentar. Y tema es una parte de un todo, especialmente referido a un capítulo de un ensayo o de una oposición.
–¿Qué? –me dice completamente perdido.
–Que no sabes hablar. Eres un soplapollas y no dices más que gilipolleces.
–Oye tú no estás bien del tarro, tío. Nos hemos enterado de que no has ido al curro…
–Y curro es un apócope que Paco o Francisco. –le cuelgo el teléfono. Y en ese momento tomo una decisión. Para eso están los amigos. Así que marco el número de la Comisaría y llamo a un compañero y sin embargo amigo, García, poli de uniforme de los que se pasa el día ante una pantalla de ordenador y además un tío culto e inteligente y tenemos buen rollo. Me pregunta directamente que qué pasa.
–Me rindo. No quiero pelear más con el mundo.
–Te envidio, –me dice con voz sincera.
–Así que me voy a quedar en casa, para siempre. Ni a trabajar ni a nada de nada.
–Que lo disfrutes. –me dice. Se acabó. Cuelgo y me tumbo en el sofá mirando al techo.

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