El hombre de Tánger

 

Si hubiera tenido que hacer un dibujo de la fachada del hotel, Maestre lo hubiera reproducido tal cual estaba. No era solo su memoria fotográfica bien entrenada, sino el hecho de que había pasado horas sentado en el bar de enfrente, esperando. Era un viejo edificio de cuatro plantas, de ladrillo rojo, con grandes balcones protegidos por celosías de madera y rebosantes de plantas que le daban un aire más fresco que lo que la ciudad de Murcia daba de sí. El único cambio era el moderno cartel que, sobre la entrada, anunciaba el nombre del hotel, desaparecido el letrero luminoso que recorría toda la fachada desde la calle hasta la terraza. De aquellos plantones hacia mucho tiempo, pero no tanto como para no recordarlo. Esta vez solo esperó lo justo hasta apurar el cigarrillo, lanzarlo al suelo y pisar luego la colilla casi con rabia. Eugenia estaba ya en el pequeño saloncito anexo al bar, tan hermosa que hacía daño mirarla porque lo suyo no era la belleza clásica de una rubia espectacular, sino algo con mucha más personalidad, con unos ojos verdes grandes e incisivos, un labio superior ligeramente inclinado hacia un lado, los pómulos altos, demasiado altos para ser perfectos y un cuerpo que, ahí sí, rozaba la perfección, de un modo que tres años no eran suficientes para olvidarse de él. No se puso en pie cuando le vio entrar, solo dejó la revista que estaba ojeando y cruzó las piernas en un gesto que Maestre interpretó como una advertencia.

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