El cielo estaba encapotado, uno de esos odiosos días en los que la humedad barcelonesa se puede cortar con un cuchillo. Me subí el cuello de la gabardina para protegerme del viento, áspero y desagradable, que hacía oscilar los mástiles de los veleros. Me tomé un minuto para encender un cigarrillo protegiendo la llama de la cerilla con las manos. Eché un vistazo al otro lado de la dársena: la bandera sobre el edificio de la Capitanía, desplegada por un viento que podría hacer volar sobre las olas a cualquiera de la veintena de veleros atracados en los muelles del Club Náutico. El agente de paisano terminaba su turno de noche y me preguntó si era el inspector encargado del caso. No estaba muy seguro, así que le respondí con un gruñido de asentimiento y me encontré con la mano del hombre elegante estrechando la mía.
—Ignacio Rosell, presidente del Club Náutico.
—Inspector Cristóbal Molina, de la Criminal —dije—. ¿Ha encontrado usted el cadáver?
—No —se adelantó el agente—. Ha sido el marinero de guardia. Vive aquí, en un barco.
Me agaché para ver el cuerpo, no sin echar otro vistazo al veinteañero, que había retrocedido un paso, en silencio, como si quisiera perder protagonismo.
—¿Quién es el muerto? —pregunté al aire, sin mirar a nadie.
—Alberto García Rañé —respondió el agente—, un habitual del Club, y está registrado, marinero de uno de los veleros…, treinta y un años. Lo ha encontrado hace un rato, flotando como un pez…
—Los peces solo flotan muertos —dije.
LOS PECES SOLO FLOTAN MUERTOS. ROCA EDITORIAL