El día en que cumplí doce años era domingo y mi padre se acababa de comprar un brillante, blanco y enorme “cientoveinticuatro”. En aquellos años, tener ese coche era un salto cualitativo para la clase media porque después del seiscientos, meterse en uncoche grande, en el que cabían bien los papás, los dos niños y la abuela era todo un lujo,
un disfrute de espacio vital que no estaba al alcance de cualquiera. Lo de micumpleaños fue casualidad porque la salida dominguera era entonces casi una religión,más que la costumbre de ir a misa, algo que habíamos ido perdiendo tal y como el país avanzaba hacia la playa y se alejaba de la ermita.
Salir de Barcelona en aquellos tiempos era, como ahora, un calvario, sólo que entonces
se hacía sin más apelación por la carretera nacional, una infernal vía en dirección a
Sitges y Castelldefels. Nada de autopistas, de túneles maravillosos o velocidades de
vértigo. Más bien, calor, curvas mareantes, camiones a cada paso y un vía crucis al que,
la verdad, nunca le encontré la diversión. Si a eso añadimos que nunca me gustó la
playa, que el sol quemaba inmisericorde mi piel muy blanca y que el mar me daba
miedo, el resultado era que lo único divertido del domingo era la tortilla de mi madre en
la fiambrera, el pollo rebozado y un ocasional helado, si todo iba bien, cuando alguien
se apiadaba de mi piel quemada y mi estómago vacío por la vomitera. Porque no hay
que olvidar que ir en coche era para mí una tortura heredada de las apreturas del
seisicentos, de las curvas y del calor.
La llegada del cientoveinticuatro fue una bendición. Podía estirarme cómodamente a
pesar de la presencia de mi hermano pequeño y de la abuela, pero nada más enfilar las
curvas de las costas de Garraf, oía la voz de mi padre: ¡Manolito!, lo que quería decir
que yo, automáticamente, debía sacar la cabeza por la ventanilla, respirar aire marino y,
en su caso, vomitar hacia fuera. La voz de ¡Manolito! No era, no obstante, una orden
cuartelera, sino que era más bien una recomendación cariñosa porque mi padre, a pesar
de ser grande y fuerte como un oso, era un hombre tranquilo, cariñoso y sin pizca de
agresividad. Estoy seguro, por ejemplo, de que ni siquiera le gustaba el fútbol a pesar de
que se reunía con sus amigos y gritaba ¡gooool! y esas cosas. Nunca me había dado un
sopapo, y eso que puede que me mereciera más de uno, y jamás levantaba la voz, ni
siquiera cuando le enseñaba unas notas que hubieran avergonzado a Santo Tomás de
Aquino. Bien. Quiero decir que nunca le hubiera creído capaz de algo como lo que
sucedió aquel domingo, día de mi duodécimo cumpleaños.
Acabábamos de enfilar la carretera hacia Castelldefels y era muy temprano, porque eso
sí, mi padre era de los madrugadores y a la playa se iba recién salido el sol, sin tráfico
en las carreteras, de manera que los peques, mi hermano y yo, pero sobre todo la abuela,
estábamos ateridos de frío con nuestra ropa veraniega, con las ventanillas abiertas dado
que era verano y el calor de las sábanas todavía iba pegado al cuerpo.
Fue en algún punto de aquella carretera, pasado ya el Prat, cuando nos adelantó un
coche, no sé cuál, quizá un cientoveinticuatro como el nuestro pero de color azul
oscuro. Iba más deprisa que nosotros y al principio no me fijé quién lo conducía, pero lo
que sí me di cuenta es que mi padre tuvo que frenar con tal brusquedad que me di de
morros contra el asiento de delante, el del conductor, mientras el claxon de nuestro
coche sonaba como una sirena; mi madre se agarró con todas sus fuerzas al asiento para
no darse con el cristal y la abuela, que hacía algo con mi hermano en ese momento, dio
un curioso trompo y acabó sentada en el suelo del coche, mirando hacia la parte trasera.
Mi padre nunca maldecía ni nada parecido, así que yo no daba crédito cuando le oí
exclamar: ¡será hijo de puta! acompañado de una música histérica de claxon.
Lo que sucedió después fue un caos de gritos, carreras y lloros porque a todo esto mi hermano
Joaquín se había puesto a llorar a pesar de que no le había pasado nada. La abuela se
rehizo, subió al asiento y entre ella y mi madre se ocuparon de consolar a Joaquín, una
vez que quedó descartado que a mí me hubiera pasado algo. Pero lo de mi padre fue
diferente; nunca hubiera pensado que no prestara ni pizca de atención al pequeño
desastre de su pasaje. Digamos que había sufrido una transformación, o mejor una
transfiguración. De pronto le vi con los nudillos blancos, apretados contra el volante, la
cara fuera de sí y el pelo erizado como el de un licántropo. El coche dio un violento
empujón hacia adelante, lanzándonos a nosotros para atrás, al contrario de lo que había
sucedido con el frenazo. La abuela casi se sube a la bandeja trasera y mi madre estuvo a
punto de saltar al asiento de atrás aunque yo, que vi venir la maniobra, ya me había
sujetado con todas mis fuerzas. De la boca de mi padre, que acababa de bajar la
ventanilla, salió un ¡cabrón, te vas enterar! Y luego emprendió una veloz carrera
lanzándose en pos del coche que nos acababa de pasar. Oí decir algo a mi madre pero la
respuesta de mi padre, inusitadamente seca y agresiva nos dejó a todos helados: ¿No ves
lo que ha hecho ese hijo de la gran puta? ¡Me ha cerrado el muy cabrón! Yo no tenía ni
idea de qué le había cerrado, así que no entendí nada, como no entendí la loca carrera
emprendida a la caza del conductor enemigo. Le pasamos lentamente, lanzados a toda
velocidad, porque el otro dominguero, tan tenso y demudado como mi padre, mantenía
el máximo de velocidad que daba su coche. Era un hombrecillo con la cabeza pequeña,
a quien apenas si se le veía por la ventanilla y ahora que lo pienso, el coche tal vez era
menos potente que el nuestro, quizá un ochocientoscincuenta o algo así, pero en él iba
tanta gente como en nuestro flamante cientoveinticuatro; niños, ancianos, padres de
familia, tal vez un perro ¿o era un figurita que decía que sí a todo? No lo recuerdo con
claridad. Sólo recuerdo que conseguimos pasarles a duras penas y entonces mi padre dio
un volantazo a la derecha colocándose delante de su enemigo y al tiempo que decía un
sonoro: ¡jódete! oí un tremendo frenazo y más gritos y bocinazos. A esas alturas mi
madre intentaba decir algo pero nadie la escuchaba, mi hermano se había echado a llorar
otra vez, si es que había parado y la abuela estaba blanca, con los ojos muy abiertos y
agarrada a su chaquetilla de punto, que llevaba sobre las rodillas, como si eso le fuera a
salvar del inminente accidente.
La cosa podía haber acabado ahí, debió acabar ahí, pero por desgracia no había hecho
más que empezar. Mi padre, con una sonrisa espeluznante que yo podía ver a través del
retrovisor, soltó un bufido, algo así como “hummm” y se arrellanó en el asiento
satisfecho de su hazaña, bajó un poco la velocidad y todo pareció que volvía a la
normalidad hasta que, de pronto, como si de un ave salida del infierno se tratara, por
nuestra izquierda apareció otra vez el coche color azul oscuro. A mi padre, supongo, le
cogió desprevenido, nunca debió pensar que el hombrecillo se atrevería a tanto pero el
caso es que nos adelantó mirándonos con expresión de desafío y con la misma aviesa
intención de adelantarnos y hacernos frenar de golpe. Esta vez mi padre contraatacó a
pesar de la sorpresa, pero no pudo evitar que el otro le pasara haciéndole frenar de
nuevo. Hubo más imprecaciones pero cuando parecía que mi padre iba a emprender la
persecución, el coche azul oscuro, distanciado unos metros frenó casi en seco haciendo
que mi padre hiciera lo propio. Nos quedamos parados, pegados al arcén, con el motor
rugiendo y el coche contrario delante, a unos metros, igual de expectante. Y entonces
sucedió lo que nunca tenía que haber sucedido; la portezuela del conductor se abrió y
del interior salió su conductor, el hombrecillo que, agazapado tras su volante, me había
parecido un señor como otro cualquiera y que ahora, de pronto, parecía un sueño,
alguien salido de la nada empuñando algo así como una palanca de hierro, una llave
inglesa o algo parecido. Se quedó parado, junto a su coche, en medio del carril por el
que a aquella hora no circulaba aún casi nadie. Mi hermano Joaquín había enmudecido,
mi madre se limitó a coger el brazo de mi padre y a temblar y yo me quedé paralizado,
pensando en si sería mejor abrir la puerta y salir corriendo o ponerme a llorar como
Joaquín. A través de la ventanilla abierta oí gritar al hombre: ¡ven aquí si tienes cojones!
Pero mi padre seguía apretando el volante, con los nudillos blancos y desde atrás podía
oír su poderosa respiración. Le vi moverse despacio, tomar el cambio de marchas y
meter la primera. ¿Qué vas a hacer? Dijo mi madre a punto de llorar. No hubo respuesta,
sólo un murmullo como: te vas a enterar hijo de puta o te voy a dar hijo de puta… no sé.
Mi padre, el hombre afable y tranquilo, que jamás gritaba, soltó el embrague y el coche
dio un salto hacia delante, recto contra el conductor agresor. No he dicho que mi padre
era un buen conductor, seguro, hábil, tranquilo, así que ni el coche se caló ni se le fue de
las manos, se dirigió, como una flecha contra el pobre hombre que, al verle, dio un salto
hacia atrás, acompañado de un grito y soltó el hierro que supuestamente era su arma. Mi
padre iba a por él, no había ninguna duda, no intentaba asustarle, no era eso, la mirada
homicida, la risa sardónica, la precisión con que lo perseguía, todo, me estaba diciendo
que iba a por él, que no había salvación para el hombrecillo. Hubo una carrera más
parecida a una película de Charlot que a la realidad mientras el pobre hombre
zigzageaba y mi padre le perseguía manteniendo la primera para controlar bien el
vehículo. El cientoveinticuatro rugía y trepidaba, muy acelerado, pero en él reinaba un
extraño silencio, hasta mi hermano se había callado y él solo se había colocado el
chupete.
Entonces sucedió el drama; el hombrecillo, en un acto reflejo dio un salto a su izquierda
y se metió en el carril contrario huyendo de nuestro coche. No había mediana en la
carretera, sólo unos hierbajos y una raya, continua en aquel tramo. De la siguiente
curva, sin que el pobre hombre se percatara, salió en aquel momento un camión a toda
velocidad, posiblemente más de la permitida. A mí me pareció muy grande, aunque
puede que no lo fuera tanto, pero desde luego fue suficiente. Nadie pudo hacer nada, el
camión frenó con un chirrido espeluznante, el hombrecillo no lo vio porque en ese
momento miraba hacia atrás, a ver si mi padre saltaba de carril y continuaba
persiguiéndole y el golpe fue de una violencia extrema. Lo recuerdo claramente, de
hecho es lo que mejor recuerdo. Primero el golpe, como sin sonido y una especie de
pequeño surtidor que salió de la cabeza del hombre hacia arriba; el impacto lo levantó
del suelo, lo lanzó hacia el cielo en una curva amplia y luego fue como si una fuerza
descomunal lo disparara hacia el frente, rompiendo la ley de la gravedad. El sonido casi
ni lo recuerdo, quizá sólo un crujido, y tampoco vi dónde caía ni cómo, pero me quedó
sólo la seguridad, toda la seguridad que podía tener un chico de doce años, que el
desgraciado no había sobrevivido. Sin ver el cadáver entendí lo que era la muerte
porque al mirar atrás vi a toda su familia salir del coche y correr lejos, hacia un lugar
incierto tal vez entre las cañas o en el asfalto. La mujer, llorando y gritando, dos niños,
algo más pequeños que yo, perdidos en el centro de la carretera, cogidos de la mano,
una abuela, mucho más entrada en carnes que la mía, intentando correr hacia lo
inevitable, tal vez en busca de su hijo muerto. Y un perro, pequeño, ladrando dentro del
coche.
El camión había conseguido detenerse, atravesado en el carril, y de él salió un hombre
con camisa a cuadros y pantalones azules. ¡Manolito!, ¡siéntate bien! Eso dijo mi padre,
por una vez en su vida con tono autoritario y no tuve valor para decir nada. Me senté
mirando al frente, viendo cómo la carretera se metía bajo nuestras ruedas a una
velocidad razonable. El aire entraba a borbotones dentro del coche, la abuela seguía
tiesa, con los ojos al frente, Joaquín callado, sorbiendo su chupete y mi madre con las
manos en el regazo, sacudida por un ligero temblor. Vi a mi padre echar un vistazo por
el retrovisor y durante semanas cada vez que lo veía entrar en casa era como si siguiera
mirando por él. Esperaba algo, supongo, pero todos seguimos fieles a la orden, tajante,
que nos dio aquel día en el coche, cuando estábamos a punto de enfilar las costas de
Garraf: No quiero oír hablar nunca más de esto. Nunca. ¿Me has entendido Manolito?
Sí, papá, dije. Nunca, volvió a repetir.
No me gusta la playa, nunca me ha gustado y esa fue la última vez que salimos ese
verano, algo que agradecí, aunque nadie se acordara de celebrar mi cumpleaños y ni
siquiera llegáramos a comernos la tortilla.
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