Una cuestión de celos

El Chino abrió el maletero del coche y Carlos se acercó despacio, como si dentro de él hubiera un peligro desconocido y a punto de estallarle en la cara. Un poco más lejos, el chico de las melenas vigilaba con las manos en los bolsillos del vaquero, mirando a un lado y a otro con el ligero temblor de cabeza que tanto le había llamado la atención.

Estaban en un árido descampado cerca de la desembocadura del Llobregat, bajo el puente de la autopista que ocultaba el coche a la curiosidad de los conductores. El sol acababa de aparecer hacía unos minutos por encima del mar y Carlos tenía frío con su camisa de Banani y su ligero pantalón Gucci que dejaba pasar el aire helado como si no llevara nada puesto. El Chino le miraba con unos ojos torvos e inquietantes y Carlos no sabía si le repugnaba más esa mirada o el olor insoportable a macho sin bañar.

–Mira a ver lo que te gusta –le dijo el Chino con su voz ronca. Carlos lanzó una mirada furtiva al interior del coche y lo único que vio fue una maleta abierta mostrando impúdicamente una colección de hierros negros que le hicieron temblar de pies a cabeza.

–Vamos, no te van a comer. Mira esto.

Con un rápido gesto, El Chino le mostró en su mano derecha una pistola, negra como la noche. Un quiebro de la muñeca y el cargador fue a parar a la mano izquierda.

–Una Glock –dijo- Es austriaca, tiene los números de serie borrados. Por ser tu te la puedo dejar en seiscientos.

–¿Austriaca? –se atrevió a decir Carlos. El Chino soltó una carcajada.

–Sí, jodío, pero no te preocupes si no hablas austriaco, no tienes que decirle nada. Lo hace todo sola, ¡ja!. Lleva un cargador de quince balas. Te aseguro que es una ganga. Te la doy cargada y a punto, claro. Si no, ¿para qué te iba a servir?

Se rió y su melenudo compañero rió también la gracia. El Chino la volvió a dejar en la maleta y sacó otra pistola, más pequeña y con las cachas nacaradas.

–Mira –dijo- Esto es una P22. Una preciosidad. Es un modelo muy… femenino. Te va más –nuevas risas.

Carlos empezó a temblar, no sabía si de frío o de rabia, o de miedo. Allí estaba él intentando comprar un arma de fuego a dos chorizos. Él, que se asustaba del encendedor eléctrico de la cocina. Por un momento deseó estar lejos de allí; hasta que hizo el camino inverso que le había llevado a un descampado bajo la autopista. Suso, el joven macarrilla conocido en el Arena, heroinómano, ocasional atracador, sensual y peligroso como nadie. La carrera por una calle cuesta abajo, anegado en lágrimas, sin importarle los semáforos en rojo, los grupos de jóvenes disfrutando de la noche, los coches tocándole el claxon como locos. Y antes el silencio de su casa, el rumor de unas risas, la luz bajo la puerta de la habitación y Robert en la cama, mirándole fijamente, sin expresión, rodeando con sus brazos a un chico con piel oscura, labios gruesos y rojos y un cuerpo como de cobre.

–¿Y nuestros planes? –fue la única estupidez que Carlos había acertado a decir. Pero Robert se había limitado a mirarle con esa mirada suya, burlona y luego había besado largamente en la boca al chico.

–¿Qué pasa? –decía El Chino- ¿Demasiao para ti? Tengo una Astra del año catapún, pero eso no te va, de verdad. Tu eres más… fashion –el de las melenas se rió de nuevo. –Veees aligeraaaando, Chino, que estamos al fresco- dijo tartamudeando.

–Mira. Dejémonos de tonterías, tengo lo que necesitas. –sacó de la maleta un revólver con cachas de madera desgastadas– Trescientos cincuenta pavos. Es un 32, tiene sólo seis tiros. Suficiente para lo que sea, no le vas pegar más de seis tiros, ¿no?

El de las melenas estalló en una carcajada y Carlos sintió que el temblor se hacía más intenso. El sol había saltado por encima de la autopista y bañaba ya el viejo Laguna granate, pero no conseguía entrar en calor. Tenía los pies absolutamente helados algo a lo que contribuían sus ligeros mocasines de piel, regalo de Robert cuando decidieron irse a vivir juntos.

–En fin –fingió convencerse el Chino- Dame trescientos y se acabó. Y te doy las seis balas también. ¿Vale? Esto sí es fácil de manejar. Toma –le alargó el arma.

Carlos se quedó mirándola fijamente. ¿Qué estoy haciendo aquí?, se dijo.

–Vamos, cógela, no muerde.

–Venga, jooooder. Daros prisa. –apremió el de las melenas. Carlos cogió el arma que le tendía el Chino. Pesaba más de lo que había imaginado, pero la culata se adaptó con extraña perfección a su mano. El corto cañón era como una continuación natural de sus dedos y se quedó mirando la inscripción Smith & Wesson, como si fuera un amigo en quien confiar.

–Apunta para allá, anda –le dijo el Chino empujando un poco el cañón con el dedo- Esto es el seguro, ¿ves? Se quita amartillando esto, el martillo. Hazlo. Bien. Y luego apretas el gatillo y la bala sale por aquí.

–No soy idiota –dijo por fin Carlos.

–Vale, tranquilo. No te sulfures que ahora vas armado, ¡ja!. Pon el seguro. Eso es. Lleva las seis balas en el cargador. Mira –le cogió el arma de la mano- Así se abre el tambor y sacas los casquillos usados, si quieres, claro. El número de serie también está borrado, por si acaso. ¿Entiendes? No pesa mucho. Lo puedes llevar en un bolsillo y nadie se dará cuenta. O en esa… mochila o como se llame lo que llevas.

Carlos asintió. Tomó el revólver de nuevo y lo guardó en el bolsillo del pantalón. Pesaba, pero no más que un móvil de los antiguos. Se descolgó la bolsa de la espalda y sacó la cartera de piel.

–Trescientos –dijo tendiéndole el dinero. El de las melenas se metió en el coche y cerró de un portazo que hizo temblar no sólo al coche sino también a Carlos.

–Estupendo. –dijo El Chino- Y ya sabes. Si necesitas más balas me buscas. Es un placer hacer negocios contigo.

Cuando se alejaban aún pudo oír la voz del melenas diciendo: maricona.

El piso estaba en silencio y el sol reptaba por el suelo del pasillo. El aire olía a algo indefinible, una mezcla de sudor y de perfume o ambientador. En la cocina todo estaba en su sitio. Limpió la cafetera y llenó el cubilete de café molido, aspirando de paso su olor. Las sienes le palpitaban con fuerza. Cuando fue a encender el fuego se acordó del revólver. Lo sacó del bolsillo con cuidado y lo colocó sobre el mármol blanco e impoluto. Le dio la impresión de una cucaracha, negra y viva. Era como si de un momento a otro fuera a moverse y hacer su cometido, fuera el que fuese, por sí mismo, sin necesitar ya para nada el auxilio de un ser humano. Sin poderlo evitar, Carlos se echó a llorar con sollozos profundos, que le salían del fondo del alma. Se preguntó por qué, sin encontrar una respuesta, ni el café bullendo en la cafetera, ni en el arma negra sobre blanco, ni en cristal del armario que le devolvió un rostro delgado, torturado y anegado en lágrimas.

–¡Dios! Estoy hecho un asco –dijo en voz alta. Se metió en la ducha dejando la ropa desparramada por el suelo y bajo el agua caliente no pudo evitar volver una y otra vez al dormitorio donde tan feliz había sido. Allí se habían disipado sus fantasmas entre los brazos de Robert porque Robert era todo lo contrario a la depresión o el abatimiento. Porque para Robert no es que ellos tuvieran derecho a ser diferentes, era que no había diferencia. Entre sus brazos y sus besos se habían desvanecido los terrores de la infancia, el desprecio de su padre, la mirada de conmiseración de su madre, la ruptura con los amigos, los insultos. ¿De qué hablas?, le había dicho Robert, ¿dónde has vivido, en la Legión Americana? Deja de hacer el gilipollas. Se habían conocido en Dietrich, una noche cualquiera y a Carlos le había seducido su seguridad, su sentido del humor, su punto de cinismo, su ingenio desbordado. ¿De qué vas? –le dijo a los pocos minutos de conocerse- ¿quién te viste, la bruja Avería? A otra persona Carlos lo hubiera enviado a la mierda, pero no a Robert. No te lo tomes a mal, pero necesitas un consejero. Y los primeros consejos se los dio unos metros más lejos, en el Axe, en una habitación de tonos pastel que era un oasis de paz. Por la mañana habían comprado ropa en la misma boutique del hotel, habían reído juntos, habían desayunado en un bar de obreros de la construcción y luego Robert se lo había llevado a Sitges porque, dijo, “necesitas comer algo decente”.

¿De qué vives?, le había preguntado un día Carlos, recostado en la almohada, a escasos centímetros de su cara lisa y suave. De mis padres, ¿de qué si no? ¿Y no te da vergüenza? Desde luego que no, ¿les he pedido yo venir al mundo? ¿Tengo yo la culpa de que sean tan asquerosamente ricos? ¿Me van a regatear a mí el dinero que ellos se gastan? Vamos, Charlie, querido, despierta. El mundo es para disfrutarlo.

El revólver seguía en el mármol, junto al fregadero. Carlos había puesto ilusión en aquella cocina sobreponiéndose al escepticismo de Robert. Los viajes a Ikea, las tardes colocando muebles, objetos diversos, la elección de la vajilla en Habitat, las cortinas. Eres una especie de Mary Poppins, le decía Robert; y tú de Cruella de Ville; pero habían superado sus diferencias y la vida en común se había convertido en una referencia para Carlos. Pareció como si de pronto el mundo se hubiera abierto para él. Se cambió el color del pelo, se vistió en las mejores boutiques aconsejado por Robert, amó intensamente a alguien que sólo se dejaba querer, ahora lo veía. No tenía demasiada importancia que los dos coquetearan en el Arena o en el Salvation porque las últimas horas del día eran para ellos. Y luego vinieron los planes; una vida en común, montar un negocio que los mantuviera juntos todo el día, un viaje por el extranjero, tal vez adoptar un niño.

–¿Y casarnos? –le había dicho Robert. Claro que Carlos se lo había tomado como una broma, tal vez de mal gusto, porque para él sí era una posibilidad real. Los tiempos cambian, ya se había convencido, y podían casarse. Pero, ¿por qué había dicho eso Robert? Con las manos apoyadas en el mármol, frente al revólver negro y amenazador, Carlos sintió que la ira crecía dentro de él. Me hablaste de boda, eras mi pareja, mi compañero, el amor de mi vida.

–¿Qué coño es eso? –dijo la voz de Robert. Carlos se volvió y le vio allí, en la puerta, con sus Calvin Klaine muy bajos, casi mostrando el vello del pubis. Admiró sus músculos tensos, su piel bronceada, sus ojos aún un poco dormidos, su boca burlona.

–¿Por qué me has hecho eso? –murmuró Carlos.

–¿Eso es una pistola de verdad?, ¿me vas a matar, gilipollas?

Con un rápido gesto, Carlos cogió el arma y la sujetó con fuerza.

–Hay que joderse –dijo Robert y se dirigió a la cafetera-–Al menos has hecho café. ¿No se te ha pasado el ataque de cuernos?

–¿Por qué me has hecho eso? –volvió a preguntar Carlos cada vez más inseguro.

–¿Hacer? –Robert echó algo de café en una taza– No te he hecho nada, se lo he hecho a él. ¡Y le ha gustado! Te lo aseguro.

Carlos se echó a llorar y apretó el revolver con más fuerza.

–Eso no será de verdad, ¿no? –dijo Robert tras sorber un poco de café– Mira, lo nuestro funciona bien, no lo estropees. Somos libres, ¿no? Eso hace perfecta nuestra relación. ¿Cómo le vamos a hacer ascos a un buen polvo?, ¿no te acuerdas? El mundo es para disfrutarlo. A ver, déjamelo.

Robert alargó la mano pero Carlos dio un paso atrás esgrimiendo el arma. El brazo le temblaba y parecía como si la boca del cañón buscara algún objetivo que revoloteara por la cocina.

–Carlos –esta vez Robert pareció un poco asustado- Eso no puede ser de verdad, ¿no? Es uno de esos de juguete para asustarme. ¿Dónde has estado? Te he llamado al móvil.

–Eres un cerdo –dijo Carlos.

–Eso no lenguaje para una pequeña maricona como tú.

–¡No me digas maricona!

–¿Ah, no?, ¿qué prefieres?, ¿mi niña?, ¿efebo? Déjate ya de gilipolleces; se me puso a tiro, está bueno y me lo he tirado, ¿tú no lo harías?

–Yo te quiero.

–¡Ah!, es eso. Yo también te quiero. Vamos, Charlie, deja eso. Puede que no sea de verdad, pero me asusta. Ven conmigo. Vámonos a la cama y te daré un poco de lo que le he dado al negrito. Todavía me queda.

–¡No te acerques a mí! –gritó Carlos fuera de sí. Sin saber cómo, tiró del martillo con el dedo pulgar y el arma hizo un chasquido.

–Vale, vale –dijo Robert francamente asustado– Eso hace ruidos muy raros y… de verdad, déjalo. Mira vamos a hablar…

Carlos lloraba y el arma temblaba como si tuviera fuerza propia.

–Ven, dame eso, aunque sea de mentirijillas, ven.

-No te acerques. –dijo Carlos bajando la voz. Retrocedió un paso levantando el arma a la altura del pecho. Temblaba tanto que casi no podía hablar– Y en nuestra cama. La compramos los dos. Era para nosotros…

–Y es para nosotros –Roberto retrocedió hacia la puerta– De verdad. Eres mi amor, mi compañero.

–Mientes, ¿crees que soy gilipollas?, lo crees, ¿verdad? Y si ahora esto lo dejamos aquí me lo volverás a hacer.

–¿Pero qué estás diciendo? Por…

–¡Calla! Tienes miedo, ¿no? –la mano le temblaba cada vez más y las lágrimas le resbalaban por la cara- ¿Y me quieres?, ¿me querías cuando te lo hacías con él?

–¡Por favor!

–¿Y si te dijera que es una broma?, –dijo Carlos entre lágrimas– ¿y si te dijera que esto no es de verdad y que lo he comprado en una juguetería? Sólo quería asustarte… yo sí te quiero.

–¿Tú? –Robert pareció crecerse y se acercó amenazador– ¿Tú? Tu eres una mariquita de mierda, eso es lo que eres.

–Yo te quiero –balbuceó Carlos. Robert lanzó la mano y abofeteó a Carlos en la mejilla, luego le dio un empujón y lo lanzó contra la nevera.

–¿Me quieres? Y a mí qué me importa que me quieras. ¡Me has dado un susto de muerte! Nunca me has importado, ¿no lo entiendes? Eras un buen polvo y ya está. Y ahora eres patético.

–No me digas eso.

–¡Ah!, ¿no?, ¿y qué quieres que te diga?, que te puedes quedar con tu sonrisa imbécil y tu culito estrecho. ¡Se acabó!, ¿me oyes? Estoy harto de tus lloriqueos y de tu ignorancia. ¡Eres una mierda!, ¿te crees que puedes asustar a la gente así como así? ¡Púdrete!

Robert salió de la cocina y Carlos le oyó rebuscar en los armarios.

–¿Qué haces?, ¿qué haces con tu ropa?

–Me voy. No tengo por qué aguantar tus estúpidos celos.

–No lo permitiré.

–¿Y qué harás? ¿me escupirás o harás ¡bang! ¡bang! cuando apretes el gatillo. Gilipollas.

–No. Te mataré. –dijo Carlos elevando el arma hasta apuntarle a la cabeza, justo en el centro de la frente. Curiosamente, la mano ya no le temblaba y se sentía bien, muy bien. Los ojos le escocían pero ya no lloraba.

–¿Sabes lo que te digo? –dijo Robert y soltó la última frase de su vida– ¡Vete a la mierda, imbécil!

Carlos apretó el gatillo, una sola vez y el estampido le dejó sordo por unos minutos.

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