Estoy en el banco, ¿no? Delante de la caja. Y entonces oigo:
– ¡Que no se mueva nadie, esto es un atraco!
Joder, ¡qué chorrada! Me vuelvo y ahí está. Un tío que ha visto muchas pelis. Lleva una recortada el cabrón. Greñas y tal, ¡joder, joder! Claro, le tiembla de la hostia. Un mono que te cagas, o no sé. Yo me fijo en los pantalones. ¿Y qué?, hay gente que se fija en los zapatos. Yo en los pantalones, vaqueros de esos de pitillo y el tío se pone histérico.
-¡Es un “traco”, joder!, grita.
-Vale tío, es un atraco -le digo aclarándole la palabra y dejo en la ventanilla la guita que acaba de darme el cajero, el de verdad, no el automático. Y vale tío, me tiro al suelo.
-Eso es, grita el menda, todo el mundo al suelo, ¡hostia! todo el mundo al suelo.
Y todo el mundo son los dos banqueros, una abuelita chocha de ochenta en cada pata y un tío gordo de cojones. Cien kilos por lo bajo.
-Y no te pongas nervioso, le suelta el banquero, el de la caja. Tranquilo, que vamos a cooperar.
–Tranquilo. “¿Tranquilo?, no me jodas, le grita el de la recortada, y no me vengas con tranquilo que no soy gilipollas, ¡gilipollas! Qué mal rollo. -Venga, ¡la pasta!
El tío le llama la pasta a la guita, muchas películas, ya lo digo yo. ¡Y vosotros, al suelo!
Yo tirado, cómodo, boca abajo. En plan siesta. Y entonces veo a la vieja. ¡Joder!, ¡joder!, la vieja. La tía ha empezado a tirarse al suelo, pero no veas. Primero se agacha como si fuera a sentarse en la taza del water. Me la quedo mirando, ¡ay la hostia! y luego deja el bolso en el suelo. Así todo como despacio, muy despacio. Se va dejando caer de culo, como a cámara lenta. Pero, no sé, a lo mejor tiene los pies muy grandes, o pesa poco toda ella. Pero no acababa de caerse de culo. Claro, que, no sé, le podía haber dado un empujón y que se sentara, pero ¡hostia!, podía ser mi abuela, ¡cómo le voy a dar un empujón! ¡Joder, que te des prisa! grita el tío de la recortada, pero no sé si se lo dice a la vieja o al de la caja.
Y entonces veo al gordo. El tío se lo ha montado bien. Está boca arriba, tan pancho, así como un caracol muy gordo ¿no? con la panza apuntando al techo y brazos en cruz. Ese tío no se levanta solo, me dije.
Y en esto que yo, mosca con la vieja, todo dios nervioso, el gordo resoplando. En esto, digo, que alguien se empieza a descojonar de risa. Me cago en San Apapucio bendito, ¡quién coño se ríe! Pues es el menda del otro banquero, un tío bajito y calvo que se ha tumbado el primero bajo una mesa. El tío está boca abajo, con las manos bajo la barbilla y mirando a la vieja, ¡y se está petando de risa! una risa de esas como la del Lindo Pulgoso pero más fuerte. El tío no debía estar bien de la cabeza pero cuando miro a la vieja, ¡la hostia! La tía estaba así, como si se hundiera hacia la derecha y sin acabar de caerse, como la peli esa, Matrix. ¡Joder, qué equilibrio! Si me lo cuentan, no me lo creo. La mano derecha iba hacia el suelo, pero estaba así, colgada en el aire, como los chinos esos que levitan. El pie aguantándose por la punta y el culo sin querer aterrizar.
La tía seguro que iba de obediente, seria de la hostia y concentrada. Lo intentaba, vaya si lo intentaba. Pero lo que lo estaba jodiendo todo era el calvito riéndose. Y venga reírse, sacudiéndose de pies a cabeza. Y de ahí, al gordo. De pronto suelta el tío una carcajada y eso que casi no podía darse la vuelta para ver a la buena mujer por la trasera. Y la risa del gordo sí que era contagiosa, ¡dios!, hacía tiempo que no oía una risa de aquellas. Y allí estábamos todos: atracador, atracados, visitantes y banqueros y la biblia pendientes de la maniobra de la vieja. El tío que sacaba dinero del cajón se había quedado como congelado con un puñado de billetes en la mano y el de la escopeta la miraba con los ojos así, bien abiertos. Y entonces el otro banquero empieza a descojonarse, también y el calvito hecho polvo dando golpes con los puños en el suelo. ¡La virgen!, le corrían las lágrimas por la cara y el gordo parecía el flan de king-kong. Joder, joder.
Y va entonces la vieja y suelta un crujido. ¡Por Dios!, la rodilla sería, y de pronto, entre el cachondeo de unos y otros suelta: ¡Ay Jesús!
Me cago en diez que allí se acabó el atraco porque la vieja por fin aterrizó de culo piernas para arriba. El tío de la recortada empezó a retorcerse de risa. Ni escopeta ni hostias. El gordo se ahogaba, los banqueros lloraban de risa a moco tendido y yo salí a la calle dando el espectáculo y me tuve que agarrar a un árbol para no caerme descojonado vivo. Se oía una sirena y el escándalo del cachondeo dentro del banco.
-¡Qué jodida es la vida! -le dije al camarero del bar que me ponía la cerveza. Me saltaban las lágrimas, la hostia. Luego eché un trago y me quedé allí, pensando si valía la pena contarle la historia a alguien.
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